La deterioración de la democracia en Europa

La Unión Europea ha sufrido durante mucho tiempo un déficit democratico debido a la ausencia de un sistema gubernamental unificado que pueda supervisar y regular a las instituciones políticas de la UE. Durante los últimos años, la idea de la UE como fuerza positiva real dentro y fuera de Europa ha sido prácticamente destruida por tres acontecimientos.

Los días tranquilos del mes de agosto son un buen momento para pensar en el año que viene. Examinando mi calendario, las elecciones del Parlamento Europeo ocupan un lugar preponderante en 2024. Tristemente, no logran motivarme como ocurría cinco años atrás.

En 2019 me presenté a las elecciones del Parlamento Europeo en Alemania mientras un compañero alemán se presentaba en Grecia. DiEM25, nuestro movimiento paneuropeo, quería demostrar claramente que la democracia europea seguirá siendo una farsa mientras no se vuelva plenamente transnacional. En 2024 este tipo de gesto ni siquiera tiene un significado simbólico.

Mi fatiga frente a las próximas elecciones europeas de junio no se debe a alguna pérdida de interés en la política europea o a las derrotas políticas recientes, en las que tengo mi cuota de responsabilidad. Lo agotador para mí es lo difícil que me resulta siquiera imaginar que la democracia pueda echar raíces en la Unión Europea durante lo que me queda de vida.

Los europeístas arremeterán contra mí por decir esto, ¿cómo me atrevo a describir a la UE como un espacio carente de democracia, cuando está gobernada por un Consejo constituido por primeros ministros y presidentes electos, una Comisión nombrada por gobiernos nacionales electos, y un Parlamento elegido directamente por los ciudadanos europeos, al que ha sido otorgado el poder de disolver la Comisión nombrada?

En las sociedades que padecen una profunda desigualdad, el sello distintivo de cualquier democracia consiste en instituciones diseñadas para impedir la simplificación de todas las interacciones humanas con las relaciones de poder. Pero para mantener a raya el despotismo hace falta un sistema gubernamental soberano con los medios necesarios para minimizar los poderes discrecionales del ejecutivo.

Los estados miembros de la UE otorgan a sus sistemas gubernamentales estos medios. Independientemente de las limitaciones que puedan restringir sus decisiones, los ciudadanos de un país conservan la autoridad para pedir cuentas a sus órganos electos por ellas, respetando los imperativos exógenos del país. Es una lástima que no sea posible hacer lo mismo a nivel de la UE.

Cuando nuestros líderes vuelven de una reunión del Consejo de la UE, inmediatamente culpan a otros miembros del Consejo de las decisiones impopulares que tomaron, rechazando su responsabilidad. “Fue lo mejor que pude negociar”, dicen encogiéndose los hombros.

Los funcionarios, asesores, lobbistas de la UE, y el personal del Banco Central Europeo lo saben. Han aprendido a dar por supuesto que los representantes de los estados miembros acatarán las medidas y afirmarán ante sus parlamentos nacionales que aunque no estaban de acuerdo con las decisiones del Consejo, habría sido demasiado irresponsable e insolidario con el resto de la UE resistirse.

Y allí se encuentra el déficit democrático de la UE. A menudo se aplican fácilmente políticas fundamentales rechazadas por una mayoría de los miembros del Consejo, y no existe ningún sistema de gobierno que pueda juzgar por sí mismo al Consejo, pedirle cuentas, o en última instancia disolverlo. Y cuando el consejo alcanza un acuerdo más o menos decente (como el de los primeros ministros de España y Países Bajos, Pedro Sánchez y Mark Rutte, para reformar el impacto fiscal en la UE), las elecciones nacionales, que nunca están centradas en las decisiones a nivel de la UE, pueden provocar su desaparición.

Además, el poder formal del Parlamento Europeo (que sigue careciendo de la autoridad para emprender iniciativas legislativas) para despedir a la Comisión en su conjunto tiene la misma utilidad que tendría una bomba atómica en manos de la Marina griega para contrarrestar las amenazas de Turquía de apoderarse de algún islote cerca de su costa.

No hay nada nuevo en esto. Pero hoy me siento agotado debido a tres acontecimientos que han destruido prácticamente la idea de la UE como fuerza positiva real dentro y fuera de Europa.

Para empezar, hemos perdido cualquier esperanza en que una deuda común pueda constituir el cemento hamiltoniano que convierta nuestra confederación europea en algo que se acerque más a una federación democrática cohesionada. Sí, la pandemia llevó a Alemania a aceptar por fin la emisión de una deuda europea común. Pero, como advertí en ese momento, las condiciones políticas impuestas a la transferencia de estos fondos constituían un sueño hecho realidad para los euroescépticos. ¿El resultado? En vez de resultar ser un primer paso hacia la necesaria unión fiscal, NextGenerationEU (el fondo de recuperación postpandemia de Europa) descartó cualquier tipo de conversión hamiltoniana.

Después, la guerra en Ucrania acabó con las aspiraciones europeas a una autonomía estratégica. Los Estados Unidos, a pesar de las sutilezas oficiales que siguieron a la derrota de Donald Trump en 2020, siguen considerando a la UE como un adversario al que hay que poner coto. Independientemente de lo que cualquier persona pueda creer sobre cual debería ser el contenido de un acuerdo de paz entre Ucrania y Rusia, de lo que no hay dudas es de la irrelevancia de la UE en el proceso diplomático que permita alcanzarlo.

Finalmente, ya nadie finge que la UE apoya honradamente el cosmopolitismo. Los europeos acogieron con desprecio la campaña de Trump “Construyamos el Muro”, pero han demostrado tener más talento que el mismísimo Trump a la hora de construir vallas. La UE ha financiado la construcción de abominaciones que harían palidecer de envidia a Trump: en la frontera entre Grecia y Turquía, en los enclaves de España en Marruecos, en las fronteras orientales de Hungría y de Rumanía, en el desierto libio, y ahora en Túnez. Y no se pronuncia ni una palabra sobre el comportamiento ilegal de nuestros guardacostas, operando amparados por la complicidad de Frontex (la agencia de control de fronteras de la UE), que indudablemente fue la responsable de miles de muertes en el Mediterráneo.

Después de las elecciones europeas de 2019 la prensa liberal expresó su alivio al constatar que la ultraderecha de Europa no tuvo los resultados que temían. Pero olvidaron que, a diferencia de los fascistas de entreguerras, los nuevos ultraderechistas ya no necesitan ganar elecciones. Sea que ganen o pierdan siguen volviéndose más poderosos, mientras los partidos convencionales uno tras otro acaban cayendo en una xenofobia dietética primero, luego en un autoritarismo bajo en calorías, y con el tiempo en un totalitarismo edulcorado. Para expresarlo de otra manera, los líderes europeos autocráticos como el primer ministro húngaro Viktor Orbán no necesitan mover un solo dedo para difundir su fe chovinista por toda la UE y en Bruselas.

No, no están leyendo las meditaciones de un euroescéptico que piensa que la democracia europea no es posible porque la existencia de un solo pueblo europeo es absurda. Están leyendo el lamento de un europeísta que cree en la posibilidad de un pueblo europeo unido y democrático, pero ve que la UE se está dirigiendo en la dirección opuesta. Hemos ya visto una aceleración en el declive económico y un aumento paralelo de sus déficits democráticos y éticos.

A pesar de mis recelos, me resulta fácil decidir participar una vez más en las elecciones europeas, esta vez en Grecia con MeRA25, justamente porque estos mismos recelos tienen que ser parte de esta campaña. Pero resulta paradójico tener que convencerme a mí mismo de que vale la pena participar en la política electoral de la UE antes de ser capaz de convencer a los demás.

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