Desde sus orígenes en la Guerra Fría hasta su triunfo al minar una Unión Europea en desintegración.
Mientras escribo estas líneas en el centro de Atenas, los refugiados afganos, pakistaníes y sirios son encarcelados en campos inhumanos en Atenas, en El Pireo, en varias islas del Egeo y en Idomeni, una frontera que atraviesa la frontera septentrional griega, ahora famosa a la luz de los refugiados. Su encarcelación se debe a una decisión reciente de la Unión Europea para violar la ley internacional al rechazar considerar con humanidad sus solicitudes del estado de refugiados, al bloquear el salvoconducto a Europa y, en su lugar, deportarlos a un país que ha rechazado categóricamente respaldar la ley internacional en el trato a los refugiados: Turquía.
Los refugiados que languidecen en los llamados “puntos calientes” de Grecia, un eufemismo por “campamento de prisioneros”, son rodeados por un Muro más amplio. Físicamente, tiene la forma de una valla electrificada que disecciona el territorio fronterizo entre Grecia y Turquía y, más recientemente, otra de esas vallas, construida a lo largo de la frontera entre Grecia y Macedonia. Políticamente, se manifestó cuando, hace unos pocos meses, los líderes de Europa empezaron a pedir al presidente de Turquía que abriera las fronteras de su país con Siria, para permitir que entraran los refugiados procedentes de la nación en guerra mientras que, a su vez, amenazaban al gobierno griego con que, si Grecia no cerraba su frontera con Turquía, las fronteras septentrionales griegas con el resto de Europa serían cerradas.
Es fácil perderse en los detalles de este drama de lento desarrollo. Es fácil desesperarse con la irracionalidad e insensibilidad de los líderes de Europa. No debemos. Puesto que hay algo mayor y más general, en términos de importancia planetaria, que acecha tras estos acontecimientos. Lo llamamos el Muro Globalizador.
Orígenes en la Guerra Fría
Los muros tienen una relación inmemorial tanto con la libertad frente al miedo como a la subyugación ante la voluntad de otro. Tras 1945, los muros adquirieron una determinación sin precedentes hacia la división. Se propagan como un incendio incontrolable desde Berlín hasta Palestina, desde las mesetas de Cachemira hasta las villas de Chipre, desde la península de Corea hasta las calles de Belfast.
Cuando acabó la Guerra Fría, nos contaron que debíamos esperar su desmantelamiento. Pero en vez de eso, se están haciendo más altos, más impenetrables, más largos. Saltan de un continente al siguiente. Se están globalizando. Desde Cisjordania hasta Kosovo, desde las urbanizaciones cerradas de Egipto hasta las de California, desde los campos de la muerte de la antigua Etiopía hasta la frontera de Estados Unidos con México, un muro continuo se abre camino serpenteando, física y emocionalmente, sobre la superficie del planeta. Su espectro está sobre nosotros.
Las líneas divisorias ya no son lo que solían. Las vallas y los muros han tomado nuevos papeles que sus predecesores apenas reconocerían. En el pasado, simplemente ahuyentaban al enemigo y dejaban una ligera huella de los imperios en la tierra. A partir de la Segunda Guerra Mundial, nació una nueva especie de división.
Antes del descubrimiento del individuo autónomo, las antiguas polis soñaban continuamente con la demolición de los muros o, cuanto menos, con nunca mantener sus puertas cerradas. Tan solo en tiempos de crisis o degeneración se ordenaba el cierre de las puertas. Adriano y los emperadores chinos construyeron grandes muros, pero nunca con la intención de congelar el movimiento humano. Eran simples símbolos de los límites autoimpuestos de sus imperios y una forma de sistema de alerta temprana.
En la Era de la Razón y la Libertad, la modernidad engendró vallas, muros y fortificaciones preparadas para una variedad excitante de nuevas funciones: liberaron al individuo de la tiranía del “otro”, reemplazaron el amor por el vecino con “buenas” vallas e institucionalizaron lo extraño. Después de 1945, sin embargo, una nueva especie de división evolucionó, con la imagen pública más siniestra jamás vista, expandiéndose como un incendio incontrolable de continente a continente; cada vez con más ferocidad, como si fuera una redención por los imperios europeos que se derrumbaban.
Empezó con el Telón de Acero y entonces brincó el oriente mediterráneo hasta llegar a Palestina, antes de dejar su marca despiadadamente en Cachemira. Poco después, emergió con una crueldad imponente en la península de Corea, antes de volver a Europa para bifurcar Berlín. Cuando el conflicto de Irlanda del Norte estalló en Belfast, ahí estaba para embellecer el descontento preexistente con los eufemísticamente denominados Muros de la Paz. Cuando Chipre entró en erupción, estaba ahí también, convirtiendo una suave Línea Verde colonial en una barrera impenetrable. Más recientemente, acechó a una Yugoslavia en plena desintegración, alzándose en medio de unas comunidades hasta entonces unificadas. Más al sur, en el Cuerno de África, reclamó zonas grises asesinas de las accidentadas mesetas entre Etiopía y Eritrea. De vuelta, en la Tierra Prometida, bajó serpenteando con la falta de aliento de los bloques de hormigón, forjando el campo de concentración definitivo del mundo. Actualmente, se está desplegando descaradamente por los miles de kilómetros que forman el vientre del superpoder, una valla-frontera que une los dos grandes océanos de la Tierra en una apuesta por contener la ola humana hispanohablante que lucha por entrar en la Tierra Prometida actual.
El liberalismo, la globalización y el mundo después de 2008
La nueva especie de división, que empezó a globalizarse a un ritmo impresionante, tenía sus raíces en la noción benigna del individuo libre y el estado nación soberano: en la idea de espacios “bien definidos” dentro de los “muros” que dejan a los “otros” fuera. Sin embargo, el combustible que impulsó su globalización no fue otro que la financiarización, el proceso de acuñar dinero privados por parte de instituciones financieras desatadas por el hegemón global (Washington D. C.) a cambio de la financiación de los déficit gemelos de América. [1]
Y fue así que nuestro concepto modernista de libertad se supeditó a la colonización del “foráneo”, mientras que nuestro espléndido cosmopolitismo fue financiado por el frenesí de acuñación de dinero privado de Wall Street, la City de Londres y otros centros financieros comprados con el precio de divisiones provincianas que desfiguran sin sentido la faz de la Tierra.
No hace demasiado tiempo, la globalización fue pregonada como el proceso para desmantelar todas las fronteras. No ha cumplido. La razón es que solo la financiarización se ha globalizado realmente. Mientras que el comercio y el capital se veían liberados del control de fronteras, las vallas y líneas divisorias que separan a las personas se seguían haciendo menos porosas, más altas, más intimidantes. Alá y Dios fueron culpados con frecuencia, pero, en realidad, no fueron más que cabezas de turco para fuerzas puramente seculares que nunca permitirían a los dioses competidores la tarea imposible de demarcar fronteras “justas” entre sus gentes.
Ahí reside la Gran Paradoja: cuantas más razones y medios desarrollamos para desmantelar las líneas divisorias, las fuerzas que trabajan por ese desmantelamiento son cada vez menos poderosas. Divisiones profundas, patrulladas por guardas sin compasión, parecen ser el homenaje que nuestra cultura empresarial dedica a la misantropía.
Pero la vela de la esperanza sigue brillando luminosa. Yeats nos enseñó que ningún humanismo puede ser auténtico si no ha pasado por su propia negación. En este sentido, para enfrentarse a las líneas divisorias más desagradables del planeta es enfrentarse a la negación de nuestra exigencia de ser libres en un planeta en el que nazcamos en menos roles definitorios, y elijamos a nuestros compañeros y proyectos. Este enfrentamiento no puede, lamentablemente, ser efectuado por políticos ni teóricos. Se experimenta mejor mediante las artes visuales.
La obra
El primer intento de Danae Stratou de capturar las divisiones más impenetrables del mundo tomó la forma de una instalación fotográfica denominada CUT – 7 Dividing Lines. Su función era forzar una estética controvertida frente al ojo del espectador. Alude a una serie de interacciones humanas que se desarrolla sobre, entre y junto a esas líneas. Estas instantáneas subrayan la impecable capacidad para recrear la normalidad por las divisiones tradicionales que desfiguran Belfast, Nicosia, Mitrovica, las sierras montañosas de Cachemira, las arenas rojas de Badme, la costa oceánica de Tijuana. Las catorce transparencias yuxtapuestas diseñan una nueva línea, una tierra de nadie imaginaria que el espectador atraviesa físicamente, siguiendo mentalmente la anchura y longitud de esta nueva especie de división imperialista, y, por tanto, negándola; sanando la grieta que esta última deja a su paso.
CUT – 7 Dividing Lines funciona al subrayar la unidad de la experiencia humana por las divisiones más profundas del mundo y contrasta contra el trasfondo de las divisiones en nuestras vidas “unificadas”. Al hacerlo, comenta con ironía, pero también con esperanza, un mundo globalizador y sus deliciosas contradicciones. A nivel personal, al haber viajado con la artista a estas divisiones y habiendo estado con ella mientras las fotografiaba, me infectó lentamente una sensación nítida e incómoda. Tenía que ver con una extraña sensación de dislocación espacial que sentí más poderosamente cuando estuve cerca de las divisiones que Danae fotografiaba.
Mientras viajabas a la Línea de Control en Cachemira, recuerdo haber pensado que nada me recordaba al camino hacia, digamos, Belfast o a la división de cemento de Palestina. Absolutamente nada. Y, aun así, una vez que nos aproximamos a la Línea de Control, las similitudes con la vida cerca de los Muros de la Paz de Irlanda del Norte o al Muro de la Separación de las tierras bíblicas empezó a inundarse.
Recuerdo mi sorpresa cuando vi por primera vez los grafitis en los Muros de la Paz de Belfast que aludían al Muro en Palestina o a Cachemira o, de hecho, al Muro de Tijuana y Juárez. Meses después, sonreí para mí mismo cuando, en Cachemira, vi referencias cruzadas a la división de Belfast pintadas sobre fortificaciones de cemento que prevenían que los cachemires viajaran del territorio indio a los territorios pakistaníes de la provincia. Y, en Arizona, cuando nos topamos con una unidad ingeniera israelí construyendo partes del Muro-Valla entre Estados Unidos y México, usando bloques de cemento idénticos a los que habíamos visto en Belén, la idea de un Muro Globalizador se “cimentó” en mi mente de una vez por todas.
Así fue cómo la idea del Muro Globalizador me impactó. En cuanto se la transmití a Danae, se marchó a representarla con imágenes conmovedoras que comprendían algunas de sus muchos millares de instantáneas – instantáneas que no aparecen en el set de catorce imágenes que componen CUT – 7 Dividing Lines.
Conclusión
Eso fue en 2005. Desde entonces, la fragmentación que siguió a la implosión de la financiarización solo había reforzado el repugnante vientre de la globalización. El Muro Globalizador ha expandido su feo alcance a nuestro propio país, Grecia. Los muros y vallas electrificadas que hoy en día aprisionan a los refugiados en Atenas, El Pireo, Idomeni y las islas del Egeo son las extensiones del Muro Globalizador tras la crisis financiera de 2008 que le dio un majestuoso impulso a esta serpiente de acero y cemento. El tema que habíamos buscado por todo el mundo cerró su ciclo, invadió nuestra propia Grecia y ahora propaga las divisiones y la discordia en nuestro patio trasero.
Oscar Wilde sabía que solo las cosas bellas son las cosas que no nos afectan. Pero si son bellas, ¡claro que nos afectan! Los dos trabajos relacionados de Danae Stratou, CUT- 7 dividing lines y El Muro Globalizador, usan la belleza visual como un arma analítica con la que ningún teórico se hubiera atrevido. Nos expone a imágenes que, al parecer, afectan a tan pocos de nosotros para forzarnos a deshacernos de nuestra máscara de autosuficiencia; para redescubrir en el contraste entre los dos lados de cada división algo “real” y auténtico sobre nuestra naturaleza.
[1] Para profundizar sobre este pacto fáustico, leed mi El Minotauro global: Estados Unidos, Europa y el futuro de la economía mundial.
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