Tras Bratislava, hay que desobedecer las normas europeas para cambiarlas de verdad

El consejo europeo de Bratislava ha intentado difundir una imagen de armonía recuperada excluyendo de su agenda de trabajo cualquier debate real. Han repetido la nana sobre la importancia del proyecto europeo; han repetido que hay vida después del brexit; han intercambiado golpecitos en la espalda con los autoritarios líderes de Hungría y Polonia.
Y se ha empezado a hablar de un acuerdo común sobre defensa, tratando de hallar puntos en común sobre las demandas de mayor seguridad por parte de una población europea cada vez más asustada del futuro. Sin embargo, eligieron levantar vallas ante los ojos de la inseguridad social y económica descontrolada provocada por la crisis y por su gestión miope, concentrándose, en su lugar, en la seguridad militar. Ante la deuda e inversión compartidas han preferido compartir cazas bombarderos. Pero no será la sharing economy (economía colaborativa) de la guerra la que levante Europa.
Sin embargo, no se ha dado ningún paso adelante en cuanto a grandes cuestiones que dividen el continente, que fomentan el auge de la extrema derecha y arriesgan a conducir a la Unión cada vez más más cerca de la implosión: la falta de políticas ambiciosas comunes sobre economía, fiscalidad y migración.
Renzi ha hecho bien de patalear y criticar los resultados de la cumbre. Pero para que esto no se convierta en el gesto infantil de un escolar bien vestido contra un rincón, es necesario actuar en consecuencia. No es suficiente suplicar mayor flexibilidad, resignándose al hecho de que no es posible para la democracia jugar con el cero-coma-algo. Ha llegado la hora de desobedecer y aprobar una ley financiera que contradiga las reglas del balance europeo. Como hace Alemania, que hace tiempo contraviene la obligación de informar del superávit comercial que sobrepasa el 6% gracias a políticas expansivas.
Cierto, los recursos así liberados no pueden ser utilizados para políticas electoralistas improductivas, como se ha hecho con la abolición del impuesto sobre la primera vivienda, que favorece a los más ricos desde hace un año. Pero, por encima de todo, debe quedar claro que no se salvarán unos pocos puntos de déficit. Lo vimos bien en el caso de Francia, un país con un déficit mucho más alto que el nuestro, pero con una economía en estagnación y un desempleo de dos cifras. Y por esto es la estructura económica de la Eurozona la que está creando una brecha cada vez más profunda entre países, haciendo venir a menos la posibilidad de devaluar la moneda sin contemplar la inversión y política fiscales comunes per detener el desequilibrio. Una brecha,  como escribí hace tiempo, y como hoy explica bien Joseph Stiglitz, que no podrá impedir la desintegración de la propia Eurozona.
La ruptura, la desobediencia, puede, entonces, ser solo un paso en una estrategia mucho más amplia de reconstrucción democrática, a partir de la reconfiguración de las normas de la Eurozona. Y esto significa que no basta con violar las normas, como haría un escolar indisciplinado y astuto, sino que hay que aprovechar la ocasión de una ruptura para reformarla con toda seriedad. Trabajando, entre otras cosas, en la convocatoria de una cumbre especial que debata todos estos problemas que en Bratislava se ha decidido, una vez más, esconder sobre la alfombra.
Artículo originalmente publicado en el blog de Lorenzo Marsili en el Huffington Post, aquí.

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